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Borges conoce a Cortazar, el cuento de Casa Tomada

Hacia 1947 yo era secretario de redacción de una revista casi secreta que dirigía la señora Sarah de Ortiz Basualdo. Una tarde, nos visitó un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. No recuerdo su cara; la ceguera es cómplice del olvido. Me dijo que traía un cuento fantástico y solicitó mi opinión. Le pedí que volviera a los diez días. Antes del plazo señalado, volvió. Le dije que tenía dos noticias. Una, que el manuscrito estaba en la imprenta; otra, que lo ilustraría mi hermana Norah, a quien le había gustado mucho. El cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula "Casa Tomada". Años después, en París, Julio Cortázar me recordó ese antiguo episodio y me confió que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. Esa circunstancia me honra. 

Muy poco sé de las letras contemporáneas. Creo que podemos conocer el pasado, siquiera de un modo simbólico, y que podemos imaginar el futuro, según el temor o la fe; en el presente hay demasiadas cosas para que nos sea dado descifrarlas. El porvenir sabrá lo que hoy no sabemos y cursará las páginas que merecen ser releídas. Schopenhauer aconsejaba que, para no exponernos al azar; sólo leyéramos los libros que ya hubieran cumplido cien años. No siempre he sido fiel a ese cauteloso dictamen; he leído con singular agrado Las armas secretas de Julio Cortázar y sus cuentos, como aquel que publiqué en la década del cuarenta, me han parecido magníficos. "Cartas de mamá", el primero del volumen, me ha impresionado hondamente. 

Una historia fantástica, según Wells, debe admitir un solo hecho fantástico para que la imaginación del lector la acepte fácilmente. Esta prudencia corresponde al escéptico siglo diecinueve, no al tiempo que soñó las cosmogonías o el Libro de las Mil y Una Noches. En "Cartas de Mamá" lo trivial, lo necesariamente trivial, está en el título, en el proceder de los personajes y en la mención continua de marcas de cigarrillos o de estaciones del subterráneo. El prodigio requiere esos pormenores. 
Otro rasgo quiero indicar. Lo sobrenatural, en este admirable relato, no se declara, se insinúa, lo cual le da más fuerza, como en el "Izur" de Lugones. Queda la posibilidad de que todo sea una alucinación de la culpa. Alguien que parecía inofensivo vuelve atrozmente. 
Julio Cortázar ha sido condenado, o aprobado, por sus opiniones políticas. Fuera de la ética, entiendo que las opiniones de un hombre suelen ser superficiales y efímeras. 

Borges escribió este prólogo para la biblioteca de Federico Vogelius


Jorge Luis Borges, considerado “un hombre de derecha”, había prologado una biblioteca literaria que iba a editar Federico Vogelius, fundador de la revista Crisis, (clausurada en 1976 durante la dictadura militar y reeditada 1986 en tiempos de Alfonsín) considerada “un bastión de la izquierda” y que dirigía en los 70 Eduardo Galeano.
El citado texto se publicó en el último número Crisis (53) en el mes de abril de 1987 un año después de la muerte de Vogelius ocurrida en Londres el 11 de abril de 1986.
Borges-Vogelius: dos polos (aparentemente) opuestos para la sociedad argentina pero vinculados durante 30 años sin que casi nadie pudiera suponerlo.

Se trancribe el prólogo de Borges:
“Mi ya larga amistad con el señor Federico Vogelius data de mil novecientos cincuenta y tantos. Es uno de los buenos hábitos de mi vida. Nos presentó un muy querible amigo que se llamaba, como cierta isla famosa, Juan Fernández. El hecho sucedió en la pequeña y casi secreta librería de Kainz, uno de tantos alemanes a quienes les fue recordado, no sin violencia, que eran también judíos, y por consiguiente, culpables. Las cámaras letales los aguardaban. Kainz pudo hallar asilo en esta lejana ciudad. Yo había urdido por aquellos años, un cuento demasiado famoso, Hombre de la esquina rosada. Muy generosamente, Federico Vogelius usó ese texto para una cuidada plaquett que ilustró Héctor Basaldúa. Víctor Hugo declaró que una biblioteca es un acto de fe. Esta, cuyo dilatado catálogo tengo el honor de prologar, será el indispensable instrumento de los historiadores de nuestra América. Tan pródiga de duros destinos, de aniversarios clamorosos y de inútiles guerras. Pódiga también de inusitados versos que renovaron, a partir de Ruben Darío, Jaimes Freyre y de Lugones, la literatura castellana. Vogelius profesa el amor del libro, esa bella y curiosa forma que los hombres han agregado a las otras del universo.”

Historias y controversias
Como en muchos casos de las infundadas identificaciones de un intelectual de tal o cual ideología política reaparecen pruebas con el tiempo para demostrar, o sugerir, lo opuesto a lo que se supuso durante años.
Jorge Luis Borges fue (y sigue siendo) en ese sentido, el arquetipo de esas confusas suposiciones populares. Escribió versos y loas a la revolución rusa en 1917, integró Forja en el 30, se autodeclaró anti-peronista en los 40 y siendo candidato al Nobel en 1976, visitó dictadores: en mayo, a Videla en la Casa Rosada, y en septiembre a Pinochet en Chile, aceptando ingenuamente sus invitaciones. Sin embargo poco tiempo después, en 1980, firmó la primera solicitada de las Madres de Plaza de Mayo por los desaparecidos; criticó la guerra de Malvinas en el 82 y como si no bastara viene este prólogo a sumarse al “prontuario”.

Construcción de la personalidad de un científico según Wells

El señor Bensington había ganado las espuelas de caballero (que se avenían mal con sus botas de lona agujereadas) con sus espléndidas investigaciones sobre «los alcaloides de mayor toxicidad», y el profesor Redwood había alcanzado la emi­nencia, ¡no me acuerdo cómo ni por qué! Lo que sé es que era muy famoso, y eso es todo. Me parece que en este caso debió su fama a una obra muy voluminosa sobre los Tiempos de Reac­ción, con numerosas láminas de gráficas esfigmográficas (es­cribo esto sujeto a ulterior corrección), y valorada por una admirable y nueva terminología.
El público en general pudo ver en pocas ocasiones, o en ninguna, a estos dos caballeros. A veces, en ciertos lugares, ta­les como en la Royal Institution, o en la Society of Arts, el público pudo, hasta cierto punto, ver a Bensington, o, al me­nos, su sonrosada calvicie, y algunas veces hasta su cuello y su chaqueta, y pudo oír fragmentos de alguna conferencia suya que él se imaginaba estar leyendo de una manera comprensible. En una ocasión, me acuerdo –era un mediodía del pasado ya desvanecido– la British Association estaba aún en Dover, discutiendo sobre la sección C o D u otra letra parecida, en cierta taberna que había tomado como sede, y yo, siguiendo a dos señoras de aspecto serio y cargadas de paquetes, por simple curiosidad me metí por una puerta sobre la cual se leía «Billa­res» y «Truco» y me encontré sumido en una escandalosa os­curidad, interrumpida sólo por el círculo de luz de una linter­na mágica, en el que se veían los trazos de Redwood. Me quedé contemplando el lento pasar de las gráficas sobre el círculo luminoso, y escuché una voz, no recuerdo lo que decía, que supuse era la voz del profesor Redwood. Se escuchaba un siseo producido por la linterna, mezclado con otros ruidos que hi­cieron me quedara allí por simple curiosidad, hasta que ines­peradamente se encendieron las luces. Y no fue hasta entonces que advertí que aquellos ruidos eran debidos a la masticación de panecillos, sandwiches y otras golosinas que los miembros de la British Association devoraban allí al amparo de la oscuridad.
Recuerdo que Redwood siguió hablando todo el tiempo que las luces permanecieron encendidas, señalando el sitio donde su diagrama debió haberse hecho visible en la pantalla... y así continuó, tan pronto como se restableció la oscuridad. Lo recuerdo como un hombre de tipo ordinario, moreno, algo nervioso, con ese aire de los hombres preocupados por algo ajeno al asunto que tratan, y que actúan siempre por un ex­traño sentimiento del deber.
También oí a Bensington una vez –en los viejos tiempos– en una conferencia educativa en Bloomsbury. Como la mayoría de los químicos y botánicos eminentes, Bensington era muy autoritario en las cuestiones de educación –estoy seguro de que se habría horrorizado de haber asistido a una clase de media hora en uno cualquiera de los colegios corrientes– y por lo que recuerdo se proponía mejorar el método heurístico del profesor Armstrong, de tal modo que, a costa de unos cuantos aparatos de un valor de tres a cuatrocientas libras esterlinas, con el aban­dono total de todo otro estudio y la atención constante de un maestro excepcionalmente dotado, un niño corriente, ni muy inteligente ni demasiado tonto, podría llegar a aprender, en el curso de diez o doce años, tanta química como se puede apren­der en uno de esos desprestigiados libros de texto de un chelín que entonces eran tan corrientes...
Por lo que llevo dicho habrán comprendido que, aparte de su ciencia, ambos no eran más que unas personas vulgares. O, en todo caso, seres corrientes y poco prácticos. Y eso es preci­samente lo que son los «científicos», como clase en todo el mundo. Lo que hay de notable en ellos constituye una moles­tia para sus compañeros colegas y un misterio para el público en general, y lo que no lo es, resulta evidente.
No hay ninguna duda referente a lo que no es notable en ellos, ya que no hay raza humana que se distinga tanto por sus obvias pequeñeces. Viven en un mundo mezquino de relaciones humanas; sus investigaciones requieren una atención infinita y una reclusión casi monástica, y lo que resta no es gran cosa. Cuando vemos a cualquiera de estos pequeños descubridores de grandes descubrimientos, de aspecto estrambótico, aire tímido, desgarbado, de cabeza cana, ridículamente adornado con la ancha cinta de alguna orden de caballería, ofreciendo una re­cepción a sus colegas, o leyendo los angustiosos párrafos de Nature ante «el menosprecio de la ciencia» cuando el ángel de los premios* ha pasado de largo por la Royal Society, o por último escuchar cómo un infatigable liquenólogo comenta la obra de otro infatigable liquenólogo, son cosas que nos obligan a advertir la fuerza de la invariable pequeñez de los hombres.


* Bitthday honours: Tirulos nobiliarios anuales con motivo del cumpleaños del rey inglés. (N. del T.)

Científicos que descubren el alimento de los dioses

Hacia mediados del siglo XIX empezó a abundar en este extraño mundo nuestro cierta clase de hombres, hombres tendientes en su mayor parte, a envejecer prematuramente, a los que se denominó, y muy adecuadamente por cierto, aunque a ellos no les guste el término, «científicos». Les desagrada tanto esa palabra, que en las columnas de Nature, que fue ya desde el principio su revista más distintiva y característica, ha quedado cuidadosamente excluida, como si fuera... aquella otra palabra que constituye la base del mal gusto en este país. Pero el gran público y su Prensa lo saben mejor que nadie, y como «cientí¬ficos» quedan, ya que cuando de algún modo salen a la luz pública lo menos que se les llama es «distinguidos científicos», y «científicos eminentes», y «famosos científicos».
Y tal calificación merecieron por cierto tanto el señor Bensington como el profesor Redwood, aún mucho antes de dar con el maravilloso descubrimiento que relata esta historia. El señor Bensington era miembro de la Royal Society y ex presidente de la Chemical Society.
Redwood era profesor de Fisiología en el Bond Street College de la Universidad de Londres, y había sido groseramente calumniado por los antiviviseccionistas en diversas ocasiones. Ambos habían disfrutado en vida de la distinción académica, ya desde su juventud.
Tenían, como es natural, un aspecto poco distinguido, como es corriente en los verdaderos científicos. Cualquier actor dramático tiene modales más distinguidos que todos los miembros de la Royal Society. El señor Bensigton era de corta estatura y calvo, muy calvo, y además algo encorvado. Llevaba lentes con montura de oro y botas de lona con numerosos cortes a causa de sus callos. El profesor Redwood era de aspecto vulgar y ordinario. Hasta que tuvieron la suerte de dar con el Alimento de los Dioses (como debo persistir en llamarlo) llevaron ambos una vida de eminente y estudiosa oscuridad que es difícil poder encontrar algo que pueda llamar la atención del lector.

Prólogo del Alimento de los Dioses de George Hay

No he podido encontrar ningún comentario específico de C. S. Lewis sobre esta novela. Me hubiera interesado tenerlo: el libro es la quintaesencia de la cosmovisión que Lewis detestaba y tan bien parodió en Mas allá del planeta silencioso.
«¡Crecer de acuerdo con la voluntad de Dios! ¡Crecer y de¬sarrollarse fuera de estas grietas y hendiduras, fuera de estas sombras y tinieblas, en la grandeza y la luz!» Así se expresan los Niños del Alimento. Lewis los hubiera considerado más como voceros del Anti-Cristo que de Dios. Bien, el lector deberá hacer su propia composición mental sobre el asunto. Quizá se vea tentado de pensar que ambos puntos de vista son irrele¬vantes. Si es así, espero que resista la tentación. La grandeza de Wells reside en que ha continuado siendo en casi todos los as¬pectos un contemporáneo nuestro. Escribió esto sobre El Ali¬mento de los Dioses: «He aquí la más completa exposición de la creencia que afirma que los seres humanos reaccionan con violencia a los cambios profundos, cuando las condiciones exigen el más complejo y extenso reajuste del alcance y escala de sus ideas.» ¿Y de qué otra cosa nos ha estado hablando Alvin Toffler?
Lewis, por supuesto, admiraba mucho a Wells como escri¬tor –ideologías aparte– y, sin embargo, no vaciló en plagiar los artilugios de ciencia-ficción inventados por aquél. En lo que ambos escritores concuerdan es en su extraordinaria capacidad para sortear la escala de abstracción y presentarnos aquellos aspectos de la vida que son al mismo tiempo completamente ordinarios y completamente únicos. Este es el pasaje en el cual Wells ejemplifica el espíritu que se expresa dentro de él: «...escuchar cómo un infatigable liquenólogo comenta la obra de otro infatigable liquenólogo, son cosas que nos obligan a ad¬vertir la invariable pequeñez de los hombres. ¡Y con todo, los escollos de la ciencia que estos minúsculos 'científicos' han construido y están todavía construyendo es algo maravilloso, por¬tentoso, lleno de misteriosas promesas aún informes para el potente futuro del hombre!»
Toda la novela es, por supuesto, una vasta analogía; el Ali¬mento es una metáfora de la revolución de las ideas que en esa época resquebrajaban la corteza de la sociedad postvictoriana, y con las que el escritor tenía mucho que ver. Sin embargo, nunca se equivoca Wells, en medio de estas desmesuradas grandilocuencias, al retratar la naturaleza única e individual de aquellos que luchan por estas ideas, y de aquellos que luchan contra ellas. Joven y atolondrado como yo debí haber sido cuando leí por primera vez esta novela, una descripción per¬maneció con gran fuerza en mi mente, la de la señora Skinner, desaliñada y obtusa, deteniéndose empero en su huida de la Granja Experimental para echar unos cubos de agua a los que ella consideraba «esos pobres polluelos»... aves del tamaño de avestruces. Era contradictorio con su naturaleza: era real.
Y en cuanto al realismo... bien, he dicho que Wells es im¬portante para nosotros porque a pesar de haber escrito hace setenta y tantos años sobre la forma en que se comporta la gente, esta forma sigue siendo hoy tan verdadera como ayer, es indudable, y lo seguirá siendo en todo el milenio venidero. Aunque el hombre alcance las estrellas, sus pies tocarán el ba-samento. Consideren su descripción del político, de Caterham:
«Ignoraba que hubiese leyes físicas y económicas, cantidades y reacciones que todos los votos de la humanidad nemine contradicente no pueden impedir y que si se desobedecen es a cambio de la destrucción. Ignoraba que hubiese leyes morales que no pueden doblegarse por la fuerza o por la moda del momento, so pena de que vuelvan a enderezarse con vindicativa violencia. Frente a una granada explosiva o al Día del Jui¬cio Final, era evidente... que aquel hombre habría ido a refu¬giarse detrás de algún voto cuidadosamente conseguido en la Cámara de los Comunes.»
Wells podría haberlo escrito hoy... bien, no quiero ser ofensivo, pero estoy seguro de que usted sabe a lo que me re¬fiero. Y esto nos conduce a un curioso e interesante punto. Si este hombre, escribiendo hace tanto tiempo, podía ser tan mortalmente preciso en su diagnóstico de los hombres y sus formas, ¿no es posible –al menos probable– que continuara siendo no sólo nuestro contemporáneo, sino que el hombre en cuestión está de hecho aún delante de nosotros? No es él quien ha muerto, sino nosotros mismos y, si pudiéramos hacer el es¬fuerzo de retornar por nuestros propios medios a la vida, po¬dríamos quizá, sólo quizá, observarlo mientras corre, hacién¬donos gestos de impaciencia, sobre la cima de la montaña que se alza allí adelante.

George Hay, presidente de la H. G. Wells Society

Origenes de la ciencia ficción

Los griegos inventaron todos los géneros literarios de la tradicibn occidental, incluso aquellosque hemos heredado sin una denominación helénica, como la fábula, la sátira (pese a ciertas afirmaciones de Quintiliano sobre su raigambre latina), y la novela. Pero aquellos géneros literarios que, como los recientemente mencionados, no fueron objeto de la atención de Aristbteles y de otros retóricos y estudiosos de la Poética, quedaron un tanto desamparados y faltos de consideración en contraste con otros, como la épica, la lírica en sus diversas especies, y las formas dramáticas cclásicas» de la tragedia y la novela. Ese desamparo teorético
es especialmente sensible en el caso de la novela, género tardío y poco caracterizado formalmente,
cproducto moderno y decadente», epígono de la larga tradición literaria de Grecia.
Es muy corriente que, al tratar de los orígenes y las características de la novela griega, y de la época
de su aparición y su secular desarrollo, se insista en los elementos heredados, el material de aluvión
que ha recibido, más que en el espíritu propio y novedoso de su creación. Pero no vamos ahora a
tratar de este punto general, que hemos debatido en otros lugares, sino a comentar en sus líneas esenciales un texto que, en un sentido amplio, podemos calificar de «novelesco»: los Relatos veridicos de
Luciano de Samósata. Precisamente a propósito de este breve y muy sugerente texto resulta ejemplar
lo que venimos diciendo. Los filólogos han atendido más a sus motivos recogidos de una amplí-
sima tradición que a la novedosa intención paródica que les confiere la composición del hábil literato de la Segunda Sofística.
Como relato de aventuras fabulosas la narración lucianesca se encuadra en esa corriente fabulosa
que viene de la Odisea y de ciertos textos «históricos» de Herodoto y Ctesias, pasando por Yambulo
y otros perdidos inventores de viajes utópicos, hasta los relatos de Filóstrato s.obre la Vida de Apolonio
de Tiana y las maravillosas peripecias de Alejandro en la biografía escrita por el Pseudo Calístenes.
(Tanto Filóstrato como este misterioso Ps. Calístenes son del siglo III, posteriores a Luciano, y sus
obras, la una más culta, la otra más popular, muestran que seguía cultivándose ese tipo de narración
con gran éxito.) Sin embargo, Luciano intenta caricaturizar el viejo género y para ello distorsiona los
motivos, exagera hasta límites de inverosimilitud manifiesta los detalles, y trata con este pastiche
absurdo de divertir a sus cultos lectores.
Esta obrilla ha sido una de las más influyentes de nuestro autor y ha tenido lectores ilustres, muy
influyentes a su vez en la literatura europea, desde Tomás Moro y Rabelais, hasta J. Swift y Voltaire.
EI desenfado y la riqueza de alusiones míticas y literarias convierten los Relatos Veridicos en un
texto tan atractivo como los Diálogos de los Dioses o los de los Muertos -que están en la tradición
de ia sátira menipea. Pero, a mi entender, tiene sobre éstos ia ventaja de una mayor modernidad
y una soltura mayor, debida a la forma de la diégesis o narración abierta; mientras que los personajes
de los Diálogos huelen siempre un poco a guardarropía la forma novelesca confiere a Relatos Veridicos una curiosa frescura.
Aquí queremos enfocar ese viej o texto como un posible antecedente de los relatos de «ciencia ficción», como suelen admitirlo los historiadores del género, al menos en el sentido en que lo hace, por
ejemplo, Van Herp, quien señala en su bien conocido libro: cLa Science Fiction n'est pas un genre
á part. Elle est, avant tout, une attitude nouvelle vis-á-vis du roman, elle n'est pas liée á la panoplie
des astronefs cascadant dans I'espace, aux monstres galactiques, aux télépathes ni aux espions se
poursuivant au travers des corridors des dimensions  au-delá de la quatriéme... Et c'est á bon droit qu'elle
peut revendiquer I'utopie et les essais philosophiques comme appartenant á son domaine.»

Luciano de Samosata

Luciano de Samósata (en griego Λουκιανός ο Σαμοσατεύς, en latín Lucianus), o de Samosata (Samosata, Siria, 125 - 181), escritor sirio de expresión griega, uno de los primeros humoristas, perteneciente a la llamada Segunda sofística.


La mayoría de los datos biográficos que se tienen de Luciano de Samósata son de fuentes ficcionales, por lo que es difícil determinar la veracidad de los mismos. Según estos se asume que fue aprendiz de escultor; ejerció de abogado en Antioquía, pero no acostumbrado a la vida sedentaria se dedicó a la sofística y recorrió todo el Mediterráneo durante el reinado del emperador romano Marco Aurelio dando conferencias; es muy posible que enseñara retórica en algún lugar del imperio romano. Tras pasar unos años en Roma, donde fue amigo del filósofo platónico Nigrino (159), lo hallamos de nuevo en Antioquía en 163, pero se domicilió en Atenas en 165 y allí permaneció más de veinte años; se cree que escribió entonces la mayor parte de sus obras, en dialecto ático muy puro, y llevó a cabo lecturas de sus obras en ciudades helénicas como Éfeso y Corinto. En el 167 asistió por cuarta vez a los Juegos Olímpicos, donde presenció el suicidio en la hoguera del filósofo cínico Peregrino Proteo quien, expulsado de Roma por insolencia y subversión, había anunciado que se echaría a las llamas en Olimpia. Cumplió su palabra, tras declamar su propia oración fúnebre, arrojándose a la pira. Esta acción no bastó para ganarle la simpatía de Luciano, que describe con desdén la autoinmolación en Sobre la muerte de Peregrino.
Luciano se definió a sí mismo en El pescador en estos términos:
Odio a los impostores, pícaros, embusteros y soberbios y a toda la raza de los malvados, que son innumerables, como sabes... Pero conozco también a la perfección el arte contrario a éste, o sea, el que tiene por móvil el amor: amo la belleza, la verdad, la sencillez y cuanto merece ser amado. Sin embargo, hacia muy pocos debo poner en práctica tal arte, mientras que debo ejercer para con muchos el opuesto. Corro así el riesgo de ir olvidando uno por falta de ejercicio y de ir conociendo demasiado bien el otro.
Su bien afilado cálamo le supuso muchos enemigos y, deseoso de asentarse y no depender tanto de sus conferencias, solicitó y obtuvo un empleo estable y bien remunerado en la administración romana de Egipto: asistente del gobernador para asuntos judiciales; quizá murió en Alejandría poco después de la muerte de Cómodo, en 192.

Obra
Luciano es uno de los mayores genios satíricos de la Literatura Universal. Su ironía ha tenido imitadores en todas las épocas. Utilizó un griego ático puro de gran sabor clásico. Se conserva casi toda su obra en prosa, el Corpus Lucianeum, alrededor de 82 opúsculos de temática muy variada entre los cuales acaso una decena son apócrifos o espurios: Lucio o El asno, Elogio de Demóstenes, Tragopodagra, Epigramas, Sobre la diosa siria, Caridemo, Amores, Los longevos, El patriota, Cartas, Timarión. Algunos añaden además Sobre la astrología, Hipias o El baño y Nerón. Otros, como Bompaire, piensan que son auténticos Sobre la diosa siria y Tragopodagra. Bastantes de las originales son obras retóricas (Elogio de la mosca, Elogio de la patria, Juicio de las vocales) y a veces ronda la autobiografía (El sueño, donde relata su vocación por la retórica, o El gallo) y le tientan la historia (Historia Verdadera, una de sus obras más famosas, donde parodia y satiriza los escritos de historiadores como Heródoto en su tendencia a narrar lo maravilloso sacrificando la verdad; Sobre cómo escribir la historia, que adopta forma epistolar) o la filosofía (La pantomima, El pecador), pero se le conoce fundamentalmente por una serie de desternilllantes diálogos satíricos y morales (Diálogos de los dioses, Diálogos de los muertos, Diálogos de las cortesanas, Caronte el cínico, Prometeo, La asamblea de los dioses, El parásito, Anacarsis) donde se desacredita todo tipo de creencia filosófica y religiosa (entre estas últimas, figura no sólo la religión pagana, sino también la cristiana, que cada vez tomaba más pujanza).
En La almoneda de los filósofos se ataca violentamente la multiplicidad de escuelas de pensamiento. Su producción crítica no se reduce al diálogo, sino que recorre muchísimas formas. Su lucha contra la credulidad no deja de ser recurrente: el mundo está repleto de charlatanes y embaucadores, prestándose las personas a ser engañadas de continuo. Es el caso de obras como Alejandro o el falso profeta (dedicada a Celso), Altercado con Hesiodo, Del luto, El asno, Historia verdadera o Sobre la muerte de Peregrino. En esta última, que tiene como tema a un filósofo cínico de la época, aparece lateralmente Jesús como un vulgar embaucador. Luciano se constituye, pues, en algo así como el Voltaire del mundo antiguo, como lo denominó Engels.

Millones de voces ahogadas que estallan en una palabra larguísima

Para el trabajo plantearemos la idea de que, a través de una serie de vocablos, presentes en el textos de Hugo Correa -escritor Chileno del siglo XX, y uno de los pocos autores pertenecientes al género de la Ciencia Ficción- podemos deconstruir una sociedad distópica, que es un reflejo futuro de lo que podría acaecer en el planeta Tierra, proyección vista desde la década del cincuenta. Esta distopía extraterrena se encuentra enmarcada en la narración de un modelo o subgénero especifico de la Ciencia Ficción, la cual se denomina Space-Opera, término acuñado en los años cuarenta por algunos autores de Ciencia Ficción.

Alter ego: El Planeta Tierra como tema en la novela Los Altísimos.
La campanada interrumpe sus palabras. Por primera vez noto algo nuevo en ella. No parece un simple son: es el producto de un coro de millones de voces ahogadas que estallan en una palabra larguísima. Y esa palabra, que se hace inteligible tal vez porque en los anillos el fenómeno es más nítido, dice: ¡crooonnnn...!
Hugo Correa, Los Altísimos

Para el trabajo plantearemos la idea de que, a través de una serie de vocablos, presentes en el textos de Hugo Correa -escritor Chileno del siglo XX, y uno de los pocos autores pertenecientes al género de la Ciencia Ficción- podemos deconstruir una sociedad distópica, que es un reflejo futuro de lo que podría acaecer en el planeta Tierra, proyección vista desde la década del cincuenta. Esta distopía extraterrena se encuentra enmarcada en la narración de un modelo o subgénero especifico de la Ciencia Ficción, la cual se denomina Space-Opera, término acuñado en los años cuarenta por algunos autores de Ciencia Ficción.

La propuesta presentada para el trabajo de la novela Los Altísimos se encuentra enmarcada bajo la taxonomía de la historia literaria, propiamente en su condición historicista, presentada por Poggioli, en especial sus configuraciones de períodos, movimientos, corrientes; y la de Alejandro Cioranesco, la temática de las relaciones de contacto (presencia de un nexo literario individual) (TAXONOMIAS). Además, reforzaremos las taxonomías anteriores con la idea de Remak, para quien la literatura comparada es el estudio de la literatura más allá de los confines de un país en particular, y el estudio de las relaciones entre literatura (TAXONOMIaS).

Se presenta una idea de taxonomía que, en palabras de Genette, corresponde al cuarto tipo de transtextualidad, denominado hipertextualidad, “entiendo por ello toda relación que une un texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (al que llamaré hipotexto) en el que se injerta de una manera...

No tengo ni la mas puta idea de quien es Gerard Genette

En Seuils, Gerard Genette incluye tres capítulos dedicados al prólogo (o prefacio) y a su función (o funciones): "L"instance préfacielle" (pp.150-218), "Les fonctions de la préface originale" (pp.182-218) y "Autres préfaces, autres fonctions" (pp.219-270). La primera y más genérica definición del prólogo que encontramos en el texto de Genette nos informa de que el prólogo consiste "en un discours produit à propos du texte qui suit ou qui précede" (150).

Tras explicar a grandes rasgos en el apartado "Préhistoire" el pasado del prólogo en el recorrido histórico que yace a sus espaldas, una vez consolidado en tanto que entidad literaria, en tanto que género literario, Genette fija los ejes fenoménicos del prólogo, sus cooordenadas, sus categorías. En términos kantianos diríamos su "espacio" o lugar ("Lieu"), aquel que el prólogo ocupa respecto de su objeto, y su "tiempo" o momento ("Moment"), en el cual el prólogo ha sido creado a fin de acompañar el objeto. A ellos cabe añadir el lector/-es o destinatario/-s ("Destinateurs") del conjunto conformado por el prólogo y su objeto, y el autor del prólogo, que puede ser el mismo autor del objeto - en cuyo caso se trata de un prólogo autorial o autográfico - u otro, ya sea real - en cuyo caso se trata de un prólogo alógrafo -, o fictício, "un des personnages de l"action" (166) - en cuyo caso el prólogo es actorial

Buscar quien cuernos es Genette

Genette insiste en que el prólogo autorial persigue "valoriser le texte" y en que, para logralo, es necesario valorizar el tema del mismo, ("le sujet"). Con Borges resulta posible admitir lo primero, siempre y cuando se entienda por "valorizar" el texto poner de relieve sus más altas cualidades, aquellas que lo configuran y le honran desde una perspectiva tanto estética como ética. Por el contrario, difícilmente podríamos subscribir el segundo aspecto de la consideración de Genette, ya que, como veíamos, la (des)valorización de un texto no depende de su qué, du su "sujet", el cual Borges no discute, sino de su cómo. Borges aun advierte del riesgo de banal redundancia monótona que corre el prólogo cuando se entozudece en destacar la gloria temática de su objeto, y no la metodológica, la figurativa, la estructural: la poética.


En cualquier caso, el "Prólogo" se hace eco explícito de sí mismo, de su título, "Prólogo de prólogos", comentado ahí por Borges, no tanto con motivo de una justificación, para poner en claro que en él no se esconde ningún interés específico ni extraordinario, dado que "trátase llanamente de una página que anteceda a los dispersos prólogos elegidos por Torres Agüero Editor...", como por modestia, o, mejor, por coqueta modestia - rasgos que el mismo Genette destaca en la obra de Borges (190, 216), y para prevenirse de antemano (192), o sea, paraauto-justificarse

Panorama de la Viena del siglo pasado por FRANZ GRILLPARZER

Entre la ciudad y el puente se han colocado ya carretones para los auténticos hierofantes de esta fiesta: los hijos de la servidumbre y del trabajo. Colmados y no obstante, al galope, atraviesan la masa humana que se abre ante ellos con dificultad y se cierra luego, despreocupada e intacta. Porque en Viena existe un acuerdo tácito entre carruajes y peatones: no atropellar, aunque se venga a la carrera, y no dejarse atropellar, aun sin prestar atención al tránsito.
Segundo a segundo se hace más pequeña la distancia entre vehículo y vehículo. Algunos carruajes del gran mundo se mezclan ya al cortejo frecuentemente interrumpido. Los coches ya no vuelan. Hasta que por último, cinco o seis horas antes de anochecer, los caballos y los coches, previamente espaciados entre sí, se espesan ahora en una fila compacta, que frenándose a sí misma, y contenida también por aquellos que se precipitan desde las calles transversales, invalidan abiertamente el viejo proverbio que reza: mejor andar mal en coche que bien a pie. Observadas con asombro, compadecidas u objeto de bromas, las compuestas damas permanecen sentadas aparentemente inmóviles en sus coches. No habituados a estas continuas detenciones, los negros caballos de Holstein se encabritan, como si, al ser obstaculizados por los carretones que los preceden, quisieran proseguir su camino por encima de éstos, cosa que evidentemente también parecen temer las mujeres con sus chillidos y la población infantil de los vehículos plebeyos. El veloz coche de punto, por primera vez infiel a su naturaleza, calcula lleno de rabia la pérdida sufrida, al tener que emplear tres horas en un viaje que hace siempre volando en cinco minutos. Hay peleas, atentados recíprocos al honor de los cocheros, y de vez en cuando, un latigazo.

El verdadero valor de un diario íntimo, ejemplo de Heinrich von Kleist

 —Releeré, pues, mi diario —dijo Enrique—, lo empecé en tiempos pasados y me interesa estudiarlo al revés, es decir, comenzar por el final e ir preparándome paulatinamente para el comienzo, con el fin de comprenderlo un tanto mejor. Todo saber auténtico, toda obra de arte y todo pensamiento metódico siempre deben unirse en un círculo y vincular lo más íntimamente posible el comienzo y el fin, así como la serpiente se muerde la cola: símbolo de la eternidad o —mejor aún— símbolo del entendimiento y de todo lo acertado, como afirmo yo.


Enrique soltó una carcajada. —Mira —exclamó—, tengo que reírme con malicia, pero todavía no es la risa de la desesperación, sino la que surge de mi perplejidad, porque no sé en absoluto de dónde sacar dinero. Pero los medios ya se hallarán; pues es inimaginable que nos muramos de frío con un amor tan caluroso, con sangre tan caliente como la nuestra! ¡Completamente imposible!
Ella le sonrió amablemente y replicó: —Ojalá hubiera traído unos vestidos para venderlos o hubiera en nuestra pequeña casa unas jarras de bronce y almireces u ollas de bronce superfluas; entonces sería fácil hallar una solución.
—Así es —dijo él con tono travieso—; si fuéramos millonarios como ese Sietequesos, no sería ningún mérito comprar leña y mejores alimentos.
La mujer echó una mirada hacia la estufa donde, para el más pobre de los almuerzos, estaba cocinando pan remojado en agua, un plato que habría de ser rematado con un poco de manteca para postre.
—Mientras tú inspeccionas nuestra cocina —dijo Enrique—, y le das las órdenes pertinentes al cocinero, yo me dedicaré a mis estudios. Si no se me hubiera acabado la tinta, el papel y las plumas, con cuánto gusto volvería a escribir, también me agradaría leer alguna cosa, sea lo que fuere, con tal de tener un libro.
—Tienes que pensar, queridísimo —dijo Clara y lo miró socarronamente—, espero que las ideas todavía no se te hayan acabado.
—Queridísima mujer —contestó—, el gobierno de nuestra casa es tan extendido y pesado que requerirá tu entera atención; no te distraigas en absoluto, caso contrario nuestra situación económica podría resentirse. Y como me voy ahora a mi biblioteca, déjame tranquilo por el momento, pues tengo que aumentar mis conocimientos y ofrecer pasto a mi espíritu,
—Él es único —dijo la mujer para sí misma y se rió alegremente—¡Y es tan hermoso!
—Releeré, pues, mi diario —dijo Enrique—, lo empecé en tiempos pasados y me interesa estudiarlo al revés, es decir, comenzar por el final e ir preparándome paulatinamente para el comienzo, con el fin de comprenderlo un tanto mejor. Todo saber auténtico, toda obra de arte y todo pensamiento metódico siempre deben unirse en un círculo y vincular lo más íntimamente posible el comienzo y el fin, así como la serpiente se muerde la cola: símbolo de la eternidad o —mejor aún— símbolo del entendimiento y de todo lo acertado, como afirmo yo.

Las imperfecciones de las democracias liberales en palabras de Todorov

¿Significa eso decir que nuestras democracias son Estados que no conocen nada superior a la expresión de la voluntad, ya sea colectiva o individual? ¿Podría el crimen hacerse en ellas legítimo porque el pueblo lo ha deseado y el individuo lo ha aceptado? No. Algo está por encima tanto de la voluntad individual como de la voluntad general, algo que, sin embargo, no es la voluntad de Dios: es la propia idea de la justicia. Pero esta superioridad no es sólo propia de las democracias liberales, se presupone en toda asociación política legítima, en todo Estado justo.
Sea cual sea la forma de esta asociación, asamblea tribal, monarquía hereditaria o democracia liberal, es preciso, para que sea legítima, que se dé por principio el bienestar de sus miembros y la justa regulación de sus relaciones. Michael Kohlhaas, en la célebre novela de Kleist, no vive en democracia; puede sin embargo rebelarse contra la injusticia de la que es víctima y reclamar su justo derecho: lo arbitrario y el reino del interés personal no son tolerables en ningún Estado. La democracia, como cualquier Estado legítimo, reconoce que la justicia no escrita, la que pone la propia asociación política al servicio de sus miembros y afirma con ello el respeto que les es debido, es superior a la expresión de la voluntad popular o a la autonomía personal. Por eso, en efecto, podemos calificar de «crimen» lo que las leyes de un país particular autorizan, recomiendan incluso—la pena de muerte, por ejemplo—, o de «desastre» una expresión de la voluntad popular (como la que instaló a Hitler en el poder).
Ése es el «género cercano» de las democracias liberales (son Estados legítimos); por lo que se refiere a su «diferencia específica», consiste en una doble autonomía, colectiva e individual. En torno a esos dos grandes principios se acumulan, por añadidura, varias reglas, que dependen más o menos directamente de ellos y que forman, juntas, nuestra imagen de la democracia. Así, para la autonomía colectiva, la idea de igualdad de derechos y todo lo que implica. Si el pueblo es soberano, entonces todos deben participar en el poder, y por la misma razón unos u otros (como partes constitutivas de ese pueblo). En una democracia, pues, las leyes son las mismas para todos, sean o no ricos, célebres y poderosos. Puede verse qué imperfectas son, desde este punto de vista, las democracias

La gran parranda en la mente de Mark Twain

Mi presencia alentó las esperanzas de los monjes y les alegró considerablemente; tanto es así que aquella noche comieron una comida completa por primera vez en diez días. En cuanto sus estómagos se sintieron adecuadamente reforzados, sus ánimos comenzaron a elevarse; cuando el aguardiente de miel comenzó a circular se remontaron aún más alto. Cuando ya todos se acercaban a los espacios siderales, la santa comunidad estaba en condiciones de continuar la noche entera, así que nadie se levantó de la mesa. Se divertían de lo lindo. 
Se contaron varias historias atrevidas: los monjes lloraban de risa, con las bocas cavernosas abiertas de par en par y sus redondas panzas convulsionadas por las carcajadas. Y se cantaron canciones atrevidas acompañadas por un estruendoso coro que ahogaba el retumbar de las campanas.
Finalmente, me decidí a contar una historia, y grande fue la acogida que recibió. No en seguida, claro está,
porque los nativos de estas islas no suelen descomponerse a las primeras aplicaciones de una muestra de humor, pero a la quinta vez que la relaté noté algunos resquicios de risa; la octava vez ya eran grietas, la duodécima vez se deshacían de la risa, casi se desmoronaban, y a la decimoquinta repetición se desintegraron, y entonces cogí una escoba y los barrí. Se trata de un lenguaje metafórico. Los habitantes de las islas Británicas son..., pues bueno, duros de roer en un principio, en lo que se refiere a los resultados que te puede aportar una inversión de esfuerzo, pero a fin de cuentas las ganancias de este tipo que podrías obtener en otras naciones resultan pequeñas en comparación.
Al día siguiente visité la fuente un par de veces. Merlín es taba allí, haciendo derroches de encantamientos,
pero sin obtener el menor resultado. No estaba de muy buen humor, y cada vez que yo insinuaba que quizá este encargo era demasiado difícil para un novato desataba su lengua y se daba a maldecir como un obispo..., un obispo francés de la época de la Regencia, quiero decir.
Las cosas correspondían más o menos a lo que yo había anticipado. La fuente no era más que un pozo común y corriente, excavado de manera corriente y recubierto de piedra también de manera muy corriente. Allí no había milagro alguno. Ni siquiera la mentira que había creado su reputación podía considerarse milagrosa; yo hubiese sido capaz de inventarla con una sola mano. El pozo estaba situado en una cámara oscura levantada en el centro de una capilla de piedra tallada, cuyas paredes estaban revestidas de pinturas piadosas de factura tan deficiente que hasta una estampa de calendario parecería estupenda a su lado. Eran cuadros históricos que conmemoraban los milagros curativos que las aguas habían obrado cuando no había nadie mirando. Es decir, nadie salvo los ángeles; cuando se trata de un milagro, siempre están a mano, tal vez para asegurarse de que los incluyas en el cuadro. Es algo que a los ángeles les gusta tanto como a los miembros del cuerpo de bomberos, como resulta evidente si pensamos en las obras de los grandes maestros antiguos.
La cámara del pozó estaba tenuemente iluminada con lámparas. El agua se extraía por medio de una polea y
una cadena manipuladas por los monjes y era conducida por unos canales hasta un depósito empedrado en el
interior de la capilla... cuando había agua para extraer, se entiende. Solamente los monjes podían entrar a la
cámara del pozo. Yo entré, avalado por una autorización temporal, cortesía de mi colega y subordinado
profesional. Él, sin embargo, nunca había entrado allí. Todo lo hacía por medio de conjuros, sin recurrir jamás a su intelecto. Si hubiese puesto el pie en la cámara y hubiese utilizado sus ojos en lugar de su mente desordenada habría podido reparar el pozo con métodos naturales y hacerlo pasar luego por un milagro; pero no, era un viejo mentecato, un mago que creía en su propia magia, y desde luego que ningún mago puede sobreponerse a la desventaja que supone una superstición semejante.

Perceval del espacio miraba hacia el mar infinito esperando a que pase una nave integaláctica.

Todo aquel día permaneció Perceval en la roca y miraba al mar a lo lejos para saber si
pasaba alguna nave. Por más que miró hacia arriba y abajo no vio ninguna; se anima a sí
mismo y se reconforta en Nuestro Señor, rogándole que le proteja de tal forma que no
caiga en la tentación ni en engaño del diablo ni en mal pensamiento, sino que así como
el padre debe proteger al hijo, que así le proteja y le nutra a él. Tiende las manos hacia
el cielo y dice:
«Buen Señor Dios que en lugar tan alto como es la Orden de Caballería me dejasteis
subir y que me elegisteis como servidor vuestro, aunque yo no fuera nada digno; Señor,
por vuestra piedad no permitáis que yo salga de vuestro servicio, sino que sea como los
campeones buenos y seguros, que defienden bien la querella de su señor contra aquel
que sin motivo lo demanda. Buen Señor y dulce, concededme que pueda defender mi
alma, que os pertenece y es vuestra justa herencia, contra aquel que sin motivo la quiere
tener. Buen dulce Padre, que dijisteis de vos mismo en el Evangelio: "Yo soy el buen
pastor y el buen pastor arriesga su cuerpo por sus ovejas, cosa que no hace el malo, sino
que abandona a sus ovejas sin protección hasta que el lobo se las degüella y las devora
tan pronto como llega"; Señor, sed mi pastor defensor y guía, y que yo sea una de
vuestras ovejas. Y si sucede, buen Señor Dios, que yo soy la oveja número cien, la loca
y desdichada que se separa de las otras noventa y nueve, yéndose alocadamente al
desierto, Señor, os ruego que tengáis piedad de mí y no me dejéis en el desierto, sino
que me hagáis volver a vuestra parte, que es la Santa Iglesia y la Santa Fe, donde están
las buenas ovejas y donde los hombres buenos, los buenos cristianos, permanecen, de
tal forma que el Enemigo, que de mi sólo pide la sustancia, es decir, el alma, no consiga
alcanzarme sin protección.»
Cuando Perceval dijo esto, vio venir hacia él al león por el que había luchado contra la
serpiente. No parecía que quisiera hacerle daño, sino que se le acercó con muestras de
gozo. Cuando Perceval lo ve lo llama y viene hasta él estirando el cuello y la cabeza. El
león se queda ante él como si fuera el animal más manso del mundo; se acuesta delante
y le apoya la cabeza en el hombro y espera así que la noche llegue oscura y negra; se
duerme ante el león y no tiene ganas de comer pues pensaba en otras cosas.

Una moneda de oro del águila norteamericana

Fields encontró en el vestíbulo a Teal, el dependiente del turno de tarde, y
le pidió que acompañara abajo a Jennison. Luego cerró con pestillo la puerta de
la Sala de Autores.
Lowell se sirvió una bebida en el mueble bar.
—Oh, no van a creer la mala suerte que he tenido, amigos míos. Casi me
rompo la cabeza a fuerza de retorcerla buscando a Bachi en Half Moon Place, y
acabé igual que empecé. No estaba en ninguna parte y nadie de los alrededores
sabía dónde podría encontrarlo. No creo que los dublineses de la zona le
dirigieran la palabra a un italiano aunque estuvieran hundiéndose allí mismo
en una balsa y el italiano tuviera un corcho. Quizá haya ido a divertirse por ahí,
como han hecho ustedes esta tarde.
Fields, Holmes y Longfellow guardaron silencio.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó Lowell.
Longfellow sugirió que cenaran en la casa Craigie, y por el camino le
explicaron a Lowell lo sucedido con Bachi. Después de la cena, Fields le dijo
que había vuelto a hablar con el capitán de puerto y lo había convencido, con la
ayuda de una moneda de oro del águila norteamericana, para que comprobara
el registro y le informara sobre el viaje de Bachi. La entrada correspondiente
indicaba que había adquirido un billete de ida y vuelta con descuento, que no le
permitiría regresar antes de enero de 1867.
De nuevo en el salón de Longfellow, Lowell se dejó caer en una butaca,
anonadado.
—Sabía que lo habíamos encontrado. Bien, le dimos a conocer que
sabíamos lo de Lonza. ¡Nuestro Lucifer se nos ha escurrido entre los dedos,
como si fuera arena!
—¡Pues deberíamos celebrarlo! —replicó Holmes riéndose—. ¿No
comprende lo que eso significa, si estuviera usted en lo cierto? Vaya, que es un
pobre final para sus gemelos de teatro enfocados a todo lo que parece
estimulante.
—Jamey, si Bachi fuera el asesino... —dijo Fields inclinándose hacia Lowell.
Holmes completó el pensamiento con una sonrisa brillante:
—Entonces, estaríamos a salvo. Y la ciudad estaría a salvo. ¡Y Dante! Si
gracias a nuestro conocimiento lo hemos ahuyentado, lo hemos derrotado,
Lowell.
Fields se puso de pie, radiante.

Gran espectáculo en Rafael Castillo

De todos modos, es factible que esa frase persista al principio del
capítulo. Sandoval fue uno de los mejores tipos con los que se cruzó en la vida.
Le agrada la idea de deberle a él, aun a sus flaquezas, el no haber terminado
esa jornada tirado en un zanjón con dos disparos en la nuca. Y como no deseaba
morir entonces, ni ahora, puede transigir con eso de su vida "salvada" por la
tranca cósmica que decidió zamparse Sandoval aquella noche.
Chaparro se siente en un brete parecido al de los comienzos de esta
narración, cuando no sabía por dónde comenzar a contar esa historia. Al unísono
lo asaltan varias imágenes: el espectáculo de su departamento destrozado; Báez
sentado frente a él en un tugurio de Rafael Castillo; un tinglado en pleno campo
cerrado con un alto portón corredizo; una ruta solitaria y nocturna, iluminada
por dos faros potentes, vista a través del parabrisas de un ómnibus; Sandoval
demoliendo concienzudamente un bar de la calle Venezuela.
No obstante, supone que este aprieto narrativo no es tan grave como el
que padeció al principio. Este caos le ocurrió a él, no tiene que ir a buscarlo
a las vidas de los otros. Y además las cosas no le ocurrieron en simultáneo.
Fueron sucesivas: seguro que impactantes, tal vez hasta desgarradoras, pero
tienen un orden cronológico del cual puede asirse para contarlas. Lo mejor será,
concluye, respetar ese orden.
Primero Sandoval destroza un bar de la calle Venezuela. Después Chaparro
encuentra su departamento hecho trizas. Luego habla con Báez en un tugurio
maloliente de Rafael Castillo. Más tarde se sienta en el primer asiento de un
micro que cruza la noche. Y después, muchos años después, se topa con el alto
portón corredizo de un tinglado, en pleno campo.

Intento de suicidio de Chaparro

Chaparro se siente morir, porque acaba de advertir que esa mujer pregunta
una cosa con los labios y otra con los ojos: con los labios le está preguntando
por qué se ha puesto colorado
, por qué se revuelve nervioso en el asiento o por
qué mira cada doce segundos el alto reloj de péndulo que decora la pared próxima
a la biblioteca; pero, además de todo eso, con los ojos le pregunta otra cosa:
le está preguntando ni más ni menos qué le pasa, qué le pasa a él, a él con
ella, a él con ellos dos; y la respuesta parece interesarle, parece ansiosa por
saber, tal vez angustiada y probablemente indecisa sobre si lo que le pasa es lo
que ella supone que le pasa. Ahora bien -barrunta Chaparro-, el asunto es si lo
supone, lo teme o lo desea, porque esa es la cuestión, la gran cuestión de la
pregunta que le formula con la mirada, y Chaparro de pronto entra en pánico, se
pone de pie corno un maníaco y le dice que tiene que irse, que se le hizo
tardísimo; ella se levanta sorprendida -pero el asunto es si sorprendida y punto
o sorprendida y aliviada, o sorprendida y desencantada-, y Chaparro poco menos
que huye por el pasillo al que dan las altas puertas de madera de los despachos,
huye sobre el damero de baldosas negras y blancas dispuestas como rombos

La imprecisión temporal del espejo no es vanidad.

El espejo es esa imprecisión temporal. ¿Nunca les dijeron a ustedes que nada tenía que ver con la vanidad?
El hombre que se mira en la vidriera es un viejo. Se detiene y mira como por remoto siempre las mismas partes de su cuerpos. Sus ojos, que por alguna razón siempre lo miran son de un color impreciso, grises como nubes unas veces pero otras con rojo intenso que da el calor de la llama cuando se reflejan en ellos. Tiene canas, hace tiempo, y la expresión extraña hacia el desconocido cada vez que toma conciencia de su propia imagen.
Era mejor hace unos años cuando tenía treinta, aunque eso fuera un deseo que se perdía entre los cambios de los últimos treinta que habían pasado.
(contar una serie de recuerdos para concatenar con una historia total)
Relato enmarcado en el cuento de Sacheri.
Mi maquina de escribir:

"Ya sé que parece un tanque de guerra, con ese
acero de cinco milímetros y ese color verde oliva y ese ruido de artillería en
cada golpe de las teclas, pero me juego que si no va a complicárseme, y
naturalmente se trataría de un préstamo, por supuesto, un par de meses, tres a
lo sumo, porque tampoco me da el cuero como para escribir un libro demasiado
extenso, imagínate"

Vease también:
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