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La iglesia católica y la verguenza de la Santa Inquisición: un terrible pasado para esconder en las sombras.


Su origen se hunde en lo más profundo de la Edad Media, cuando el control de los movimientos heréticos comienza a desbordar la labor de los obispos. Desde entonces, se convirtió en un poderoso instrumento al servicio de la Iglesia y, en casos como el español, también de control político para luchar contra los judíos, los conversos, el protestantismo o cualquier otro movimiento que se saliera de la norma y la moral establecida, y pudiera poner en peligro el status quo de los más poderosos.
Santa inquisición

Origen de la palabra

inquisición, del latín “inquisitio – inquisitionis”, fue un tribunal eclesiástico establecido para perseguir la herejía y demás delitos contra la fe. Históricamente tuvo dos manifestaciones distintas: la Inquisición medieval (o Santa Inquisición), directamente vinculada al pontificado, y la Inquisición española, establecida por los Reyes Católicos. El primitivo Tribunal de la Inquisición fue creado por Gregorio IX en 1231 (siglo XIII) con el objeto de frenar el avance de la herejía de los albigenses en el sur de Francia. La tortura fue admitida en 1252 por Inocencio IV como procedimiento procesal para obtener la confesión. En el presente dossier hemos de centrarnos en la inquisición medieval, pues es lo que nos concierne relacionado a la “persecución de brujas” desprendido del tema 

Hoguera pública en la Santa Inquisición

El fuego de la purificación


Cuando la caza de brujas se instalaba en un pueblo, el terror se extendía por todos los rincones. Nadie estaba seguro. Hasta los mismos magistrados eran acusados y condenados a veces por crímenes que ellos atribuían a sus antecesores. La tortura y el miedo destrozaba lealtades: los vecinos se acusaban entre sí, los cristianos temerosos de Dios acusaban a sus propios compañeros de fe y los hijos declaraban contra sus padres.
En los innumerables juicios civiles y ante los temidos tribunales de la Inquisición, la acusación era equivalente a la condena, y ésta, casi siempre, a una condena de muerte. Flageladas, mutiladas, con las carnes desgarradas y los huesos rotos, las desgraciadas víctimas confesaban lo que retrospectivamente parece una absurda mezcla de cargos ridículos.: desde exterminar rebaños hasta volar sobre una escoba, desde comer niños pequeños hasta besar la espalda del diablo. Aquel a quien se decapitaba o ultimaba de alguna manera relativamente humana antes de que su cuerpo fuera reducido a cenizas en la hoguera era un afortunado. Pero sumaban más los desafortunados, que eran quemados vivos con madera verde para prolongar su agonía.
La matanza llegó a su punto culminante a mediados del siglo XVII, cuando aldeas enteras de Alemania fueron despobladas de golpe. Muchos de los documentos de los tribunales se perdieron, por lo que el número total de víctimas nunca se supo con exactitud. La mejor estimación indicaba que probablemente unas 200.000 personas fueron condenadas a muerte acusadas de brujería antes de que la manía siguiera su curso en las décadas siguientes del siglo XVII.

Ejecuciones públicas

Los condenados eran ejecutados bajo la "purificación" de las llamas delante de todos los presentes. De este modo se cumplía la doble tarea de "exorcizar" a los demonios de los posesos y también la de advertir a todos aquellos que dudasen de la legitimidad y el poder de la iglesia cristiana.

Carlomagno contra la hechicería


Con el paso del tiempo, luego de las tareas de evangelización masiva, la influencia de la Iglesia comenzó a reducirse. Numerosos cristianos nominales del norte de Europa conservaban aún algunas creencias de sus antepasados. Los antiguos ritos de la fertilidad y ciertas festividades paganas eran particularmente penosos para las autoridades de la Iglesia. Aunque ésta los deploraba, estos festejos perduraron mediante un sutil expediente. Los días de las festividades paganas se incorporaron al calendario de la Iglesia. Por ejemplo, las saturnales romanas se convirtieron en la Noche buena. El Samhain, la gran celebración celta de los muertos, que marcaba el comienzo del invierno y el año nuevo, era el 31 de octubre. Para desviar la atención del Samhain, la Iglesia estableció el 1º de noviembre como Día de Todos los Santos, con celebración de misas para honrar a los hombres y mujeres santificados.
Pero el intento de la Iglesia para asimilar las antiguas celebraciones no fue totalmente exitoso. Ciertas tradiciones anteriores al cristianismo, que rondaban por la tierra desde el comienzo de los tiempos, se hallaban muy arraigadas en la mente de los europeos. Hasta hoy en algunos países occidentales se celebra el 31 de octubre –conocido en el calendario cristiano como la Noche de todos los Santos- con actos que recuerdan al Samhain, la antigua festividad de la muerte, con trajes que representan esqueletos, fantasmas y brujas. En esos días se hace mucho más evidente la tenacidad de las antiguas ideas religiosas.
En un último intento para extinguir los viejos cultos precristianos, la Iglesia declaró demonios a los dioses paganos. Los espíritus de los bosques de las regiones nórdicas –duendes, gnomos y ogros- y los faunos y sátiros del Mediterráneo, todos ellos fueron condenados como enemigos de la verdadera Iglesia. Un edicto de los sajones del 787, referente a un rito salvaje en honor del dios Wotan, decía que “si alguien sacrifica un ser humano al diablo y ofrece sacrificios a los demonios como acostumbran los paganos, será ajusticiado”.
El arquitecto de este edicto fue el emperador Carlomagno, el más poderoso monarca de la cristiandad, quien, curiosamente, sólo fue bautizado en su lecho de muerte. Sus dominios se extendían desde los Pirineos hasta el Danubio, y el mandato de la Iglesia lo obligaba a eliminar toda evidencia de de paganismo en su vasto reino. No sólo la idolatría era severamente reprimida, sino también cualquier tipo de actos mágicos y ocultos. Otra ley carolingia exigía que los hechiceros y adivinos fueran enviados ante la Iglesia para su castigo o para que sirvieran como esclavos. Los castigos dependían de la naturaleza del delito. El que cometía la ofensa por primera vez podía salvar la cabeza, a la segunda podían podarle la nariz y la lengua, y a la tercera peligraba su vida.