Así duerme la hermana de mi novia. ¡Mas fotos!

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Construcción de la personalidad de un científico según Wells

El señor Bensington había ganado las espuelas de caballero (que se avenían mal con sus botas de lona agujereadas) con sus espléndidas investigaciones sobre «los alcaloides de mayor toxicidad», y el profesor Redwood había alcanzado la emi­nencia, ¡no me acuerdo cómo ni por qué! Lo que sé es que era muy famoso, y eso es todo. Me parece que en este caso debió su fama a una obra muy voluminosa sobre los Tiempos de Reac­ción, con numerosas láminas de gráficas esfigmográficas (es­cribo esto sujeto a ulterior corrección), y valorada por una admirable y nueva terminología.
El público en general pudo ver en pocas ocasiones, o en ninguna, a estos dos caballeros. A veces, en ciertos lugares, ta­les como en la Royal Institution, o en la Society of Arts, el público pudo, hasta cierto punto, ver a Bensington, o, al me­nos, su sonrosada calvicie, y algunas veces hasta su cuello y su chaqueta, y pudo oír fragmentos de alguna conferencia suya que él se imaginaba estar leyendo de una manera comprensible. En una ocasión, me acuerdo –era un mediodía del pasado ya desvanecido– la British Association estaba aún en Dover, discutiendo sobre la sección C o D u otra letra parecida, en cierta taberna que había tomado como sede, y yo, siguiendo a dos señoras de aspecto serio y cargadas de paquetes, por simple curiosidad me metí por una puerta sobre la cual se leía «Billa­res» y «Truco» y me encontré sumido en una escandalosa os­curidad, interrumpida sólo por el círculo de luz de una linter­na mágica, en el que se veían los trazos de Redwood. Me quedé contemplando el lento pasar de las gráficas sobre el círculo luminoso, y escuché una voz, no recuerdo lo que decía, que supuse era la voz del profesor Redwood. Se escuchaba un siseo producido por la linterna, mezclado con otros ruidos que hi­cieron me quedara allí por simple curiosidad, hasta que ines­peradamente se encendieron las luces. Y no fue hasta entonces que advertí que aquellos ruidos eran debidos a la masticación de panecillos, sandwiches y otras golosinas que los miembros de la British Association devoraban allí al amparo de la oscuridad.
Recuerdo que Redwood siguió hablando todo el tiempo que las luces permanecieron encendidas, señalando el sitio donde su diagrama debió haberse hecho visible en la pantalla... y así continuó, tan pronto como se restableció la oscuridad. Lo recuerdo como un hombre de tipo ordinario, moreno, algo nervioso, con ese aire de los hombres preocupados por algo ajeno al asunto que tratan, y que actúan siempre por un ex­traño sentimiento del deber.
También oí a Bensington una vez –en los viejos tiempos– en una conferencia educativa en Bloomsbury. Como la mayoría de los químicos y botánicos eminentes, Bensington era muy autoritario en las cuestiones de educación –estoy seguro de que se habría horrorizado de haber asistido a una clase de media hora en uno cualquiera de los colegios corrientes– y por lo que recuerdo se proponía mejorar el método heurístico del profesor Armstrong, de tal modo que, a costa de unos cuantos aparatos de un valor de tres a cuatrocientas libras esterlinas, con el aban­dono total de todo otro estudio y la atención constante de un maestro excepcionalmente dotado, un niño corriente, ni muy inteligente ni demasiado tonto, podría llegar a aprender, en el curso de diez o doce años, tanta química como se puede apren­der en uno de esos desprestigiados libros de texto de un chelín que entonces eran tan corrientes...
Por lo que llevo dicho habrán comprendido que, aparte de su ciencia, ambos no eran más que unas personas vulgares. O, en todo caso, seres corrientes y poco prácticos. Y eso es preci­samente lo que son los «científicos», como clase en todo el mundo. Lo que hay de notable en ellos constituye una moles­tia para sus compañeros colegas y un misterio para el público en general, y lo que no lo es, resulta evidente.
No hay ninguna duda referente a lo que no es notable en ellos, ya que no hay raza humana que se distinga tanto por sus obvias pequeñeces. Viven en un mundo mezquino de relaciones humanas; sus investigaciones requieren una atención infinita y una reclusión casi monástica, y lo que resta no es gran cosa. Cuando vemos a cualquiera de estos pequeños descubridores de grandes descubrimientos, de aspecto estrambótico, aire tímido, desgarbado, de cabeza cana, ridículamente adornado con la ancha cinta de alguna orden de caballería, ofreciendo una re­cepción a sus colegas, o leyendo los angustiosos párrafos de Nature ante «el menosprecio de la ciencia» cuando el ángel de los premios* ha pasado de largo por la Royal Society, o por último escuchar cómo un infatigable liquenólogo comenta la obra de otro infatigable liquenólogo, son cosas que nos obligan a advertir la fuerza de la invariable pequeñez de los hombres.


* Bitthday honours: Tirulos nobiliarios anuales con motivo del cumpleaños del rey inglés. (N. del T.)