Chaparro se siente morir, porque acaba de advertir que esa mujer pregunta
una cosa con los labios y otra con los ojos: con los labios le está preguntando
por qué se ha puesto colorado, por qué se revuelve nervioso en el asiento o por
qué mira cada doce segundos el alto reloj de péndulo que decora la pared próxima
a la biblioteca; pero, además de todo eso, con los ojos le pregunta otra cosa:
le está preguntando ni más ni menos qué le pasa, qué le pasa a él, a él con
ella, a él con ellos dos; y la respuesta parece interesarle, parece ansiosa por
saber, tal vez angustiada y probablemente indecisa sobre si lo que le pasa es lo
que ella supone que le pasa. Ahora bien -barrunta Chaparro-, el asunto es si lo
supone, lo teme o lo desea, porque esa es la cuestión, la gran cuestión de la
pregunta que le formula con la mirada, y Chaparro de pronto entra en pánico, se
pone de pie corno un maníaco y le dice que tiene que irse, que se le hizo
tardísimo; ella se levanta sorprendida -pero el asunto es si sorprendida y punto
o sorprendida y aliviada, o sorprendida y desencantada-, y Chaparro poco menos
que huye por el pasillo al que dan las altas puertas de madera de los despachos,
huye sobre el damero de baldosas negras y blancas dispuestas como rombos