Así duerme la hermana de mi novia. ¡Mas fotos!

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La gran parranda en la mente de Mark Twain

Mi presencia alentó las esperanzas de los monjes y les alegró considerablemente; tanto es así que aquella noche comieron una comida completa por primera vez en diez días. En cuanto sus estómagos se sintieron adecuadamente reforzados, sus ánimos comenzaron a elevarse; cuando el aguardiente de miel comenzó a circular se remontaron aún más alto. Cuando ya todos se acercaban a los espacios siderales, la santa comunidad estaba en condiciones de continuar la noche entera, así que nadie se levantó de la mesa. Se divertían de lo lindo. 
Se contaron varias historias atrevidas: los monjes lloraban de risa, con las bocas cavernosas abiertas de par en par y sus redondas panzas convulsionadas por las carcajadas. Y se cantaron canciones atrevidas acompañadas por un estruendoso coro que ahogaba el retumbar de las campanas.
Finalmente, me decidí a contar una historia, y grande fue la acogida que recibió. No en seguida, claro está,
porque los nativos de estas islas no suelen descomponerse a las primeras aplicaciones de una muestra de humor, pero a la quinta vez que la relaté noté algunos resquicios de risa; la octava vez ya eran grietas, la duodécima vez se deshacían de la risa, casi se desmoronaban, y a la decimoquinta repetición se desintegraron, y entonces cogí una escoba y los barrí. Se trata de un lenguaje metafórico. Los habitantes de las islas Británicas son..., pues bueno, duros de roer en un principio, en lo que se refiere a los resultados que te puede aportar una inversión de esfuerzo, pero a fin de cuentas las ganancias de este tipo que podrías obtener en otras naciones resultan pequeñas en comparación.
Al día siguiente visité la fuente un par de veces. Merlín es taba allí, haciendo derroches de encantamientos,
pero sin obtener el menor resultado. No estaba de muy buen humor, y cada vez que yo insinuaba que quizá este encargo era demasiado difícil para un novato desataba su lengua y se daba a maldecir como un obispo..., un obispo francés de la época de la Regencia, quiero decir.
Las cosas correspondían más o menos a lo que yo había anticipado. La fuente no era más que un pozo común y corriente, excavado de manera corriente y recubierto de piedra también de manera muy corriente. Allí no había milagro alguno. Ni siquiera la mentira que había creado su reputación podía considerarse milagrosa; yo hubiese sido capaz de inventarla con una sola mano. El pozo estaba situado en una cámara oscura levantada en el centro de una capilla de piedra tallada, cuyas paredes estaban revestidas de pinturas piadosas de factura tan deficiente que hasta una estampa de calendario parecería estupenda a su lado. Eran cuadros históricos que conmemoraban los milagros curativos que las aguas habían obrado cuando no había nadie mirando. Es decir, nadie salvo los ángeles; cuando se trata de un milagro, siempre están a mano, tal vez para asegurarse de que los incluyas en el cuadro. Es algo que a los ángeles les gusta tanto como a los miembros del cuerpo de bomberos, como resulta evidente si pensamos en las obras de los grandes maestros antiguos.
La cámara del pozó estaba tenuemente iluminada con lámparas. El agua se extraía por medio de una polea y
una cadena manipuladas por los monjes y era conducida por unos canales hasta un depósito empedrado en el
interior de la capilla... cuando había agua para extraer, se entiende. Solamente los monjes podían entrar a la
cámara del pozo. Yo entré, avalado por una autorización temporal, cortesía de mi colega y subordinado
profesional. Él, sin embargo, nunca había entrado allí. Todo lo hacía por medio de conjuros, sin recurrir jamás a su intelecto. Si hubiese puesto el pie en la cámara y hubiese utilizado sus ojos en lugar de su mente desordenada habría podido reparar el pozo con métodos naturales y hacerlo pasar luego por un milagro; pero no, era un viejo mentecato, un mago que creía en su propia magia, y desde luego que ningún mago puede sobreponerse a la desventaja que supone una superstición semejante.